A vos te hablo.
Sí, a vos.
A vos. Vos, que seguís recorriendo mi mismo camino desde hace más de 1200 amaneceres.
En mi cielo particular, probablemente seas la estrella que más quiero que brille. No necesito tu luz, pero necesito que sigas destellando por tu propia voluntad, porque así me gustás en mi universo, como una supernova constante. Tan bella como lejana.

Es raro. Único diría. Hasta excéntrico y acorde a nosotros, y me quita una sonrisa. Nos cruzamos cara a cara tan pocas veces, que cuesta entender el porqué de la afinidad compartida, de nuestra comunión, del ritual de conocernos sin conocernos. Pero, para serte sincero -como sanamente acostumbro-, ya no me importa.
Lo que me importa es encontrarte siempre, saber que voy a empezar el viaje de cada mañana y tenerte como un templario cuidando mis espaldas, compartiendo esa religión de ser aliados y confidentes, íntimos sin intimidad real pero palpable, percibible.
Ya no me importa. No me importan tus espinas, porque al fin y al cabo, para mí y para el que tenga la puta dicha de conocerte, nunca vas a dejar de ser una rosa.

Y muy lejos está de ser una declaración de amor. Es una declaración de...principios. Adepto a tu culto pagano, te sigo ciegamente y sin importar nada, adicto a tu fé.
Sigilosamente, tratando de no fallarte y no fallarnos. Forjando un muro de piedras y barro que espero dure lo suficiente, como para que nada ni nadie intente ser un intruso en nuestra propia Fortaleza de inclinación devota hacia nosotros dos.
..




Dedicado a Sadie.